miércoles, 26 de octubre de 2011

La distancia, la nostalgia y el futuro

Por Gustavo González Rodríguez
(Presentación del libro digital “Santiago en extinción”. Auditorio Jorge Müller, ICEI, 24 de octubre de 2011)

“Santiago del ochocientos,
para poderte mirar,
tendré que ver los apuntes
del archivo nacional,
te derrumbaron el cuerpo
y tu alma salió a rodar,
Santiago, penando estás”.

Estos versos de “Santiago penando estás” pueden ser un buen enganche para esta presentación. ¿Tienen alma las ciudades? Pese a que Violeta Parra no era creyente (y yo tampoco) hay que convenir que es cierto que las ciudades tienen alma. Un alma que prevalece no solo en los espacios y en los lugares públicos, sino también en las nostalgias de esos propios lugares, incluso cuando han desaparecido, en los “objetos” de uso común, como las calles y los transportes. Un alma que prevalece en los imaginarios que a partir de ahí se van construyendo.

La música es una buena aliada de la literatura y de las crónicas periodísticas para dejar testimonio del alma de las ciudades. También lo es la distancia física o temporal. La lejanía alimenta recuerdos y sensaciones de pérdidas. No sabemos si Violeta Parra compuso “Santiago penando estás” en Chile o en Francia, pero el hecho es que grabó esta canción durante su estadía en la capital francesa y fue recién editada en Chile póstumamente en 1971 en el álbum titulado “Canciones reencontradas en París”.

La distancia temporal también nos interpela a través de la música. La cueca “Adiós Santiago querido”, de Jorge Novoa y Segundo Zamora, es una suerte de himno popular de la capital. “Adiós calle San Pablo con Matucana/ donde los guapos toman en damajuana”, dice parte de su letra. Pues bien, hoy por hoy esa esquina ya no es reducto de guapos ni de bohemias cantineras, sino un paisaje urbano moderno, con una aséptica panadería y otros comercios. Más aún, las damajuanas, esos hermosos botellones de cristal con encamisado de mimbre, también desaparecieron y hoy el vino callejero se consume en horribles envases de tetra pack o en bidones plásticos.

La distancia, contrariamente a lo que expresa el bolero, no es el olvido sino el recuerdo. Un recuerdo potenciado en el caso de Chile por el exilio. No me cabe duda de que fue durante su residencia forzada en Inglaterra que Mauricio Redolés concibió los Bailables de Cueto Road y otras canciones y poemas, cruzadas de sabrosas referencias radiales de los años 50, que son el mejor homenaje al barrio Yungay.

Fue en los albores de la diáspora chilena tras el golpe contra Salvador Allende, por allá por 1975 creo, que circulaba en los boletines y cartas (en ese entonces no había email ni Facebook), la frase atribuida a un exiliado en París: “Llevo dos horas en la esquina del boulevard Saint Germain con el boulevard Saint Michel esperando que pase la micro Matadero Palma”. Claro, y cuando se hacen estas referencias ante un público joven como ustedes, hay que advertir que las micros antiguamente tenían nombres tan sugerentes como a veces equívocos, desaparecidos con la lógica numérica del Transantiago. En aquellos años viajábamos, a veces como racimos humanos colgados de puertas y ventanillas, en la Matadero-Palma, en la Pedro de Valdivia-Blanqueado, en la Pila-Cementerio o en la Ñuñoa-Vivaceta.

La literatura es pródiga en reminiscencias de las ciudades. Hay que controlar la tentación enumerativa para no alargar eternamente esta presentación. A modo referencial y personal, sin embargo, creo que una de las novelas por excelencia del exilio es "El jardín de al lado" de José Donoso, que tiene como preámbulo aquel poema en que Constantino Cavafis nos recuerda la inútil empresa del olvido y el reencuentro: “No hallarás otra tierra ni otro mar/ La ciudad irá en ti siempre. Volverás / a las mismas calles. Y en los mismos suburbios llegará tu vejez; / en la misma casa encanecerás./ Pues la ciudad es siempre la misma. Otra no busques –no la hay– / ni caminos ni barcos para ti. / La vida que aquí perdiste / la has destruido en toda la tierra”.

El protagonista de "El jardín de al lado", Julio Méndez, un ya veterano aspirante a escritor, se resiste desde Madrid a que su hermano Sebastián venda la casa familiar, una mansión decadente de gran jardín por la cual una inmobiliaria ofrece 300.000 dólares, porfiadamente atado a la memoria de su madre que acaba de fallecer dejando una acumulación impresionante de deudas.

Sin duda, las inmobiliarias son el villano invitado en los textos sobre monumentos y espacios urbanos desaparecidos, como lo testimonian varios de los trabajos de "Santiago en extinción". Un libro que en su variedad y en su audacia futurista dejó a salvo al río Mapocho, símbolo tal vez permanente de Santiago, condenado a la eternidad y no a la desaparición.

Pero como a menudo son las personas las que cambian y no los lugares, me parece ilustrativo invocar aquí al Mapocho:

Alfredo Gómez Morel fue un delincuente habitual, lanza internacional, traficante de cocaína, guardaespaldas, periodista ocasional y escritor. Se dice que estuvo detenido 288 veces en Chile y otros países. Murió en la miseria en 1984, tras infructuosos intentos de obtener una pensión de gracia de la dictadura tras declararse pinochetista. Gómez Morel escribió a los 45 años en la cárcel su novela “El Río”, publicada en 1962 e inscrita en los cánones del naturalismo y el realismo social, que causó impacto por la crudeza con que narra su vida.

Como virtual prólogo de su novela, el autor reprodujo una carta dirigida a la doctora Loreley Friedman, directora del Centro de Investigaciones Criminológicas de la Universidad de Chile, quien lo convenció de que vertiera su vida en un libro. La carta, fechada el 17 de marzo de 1962, contiene el siguiente "retrato" del Mapocho:

“…ayer he bajado al Río. Ahí estaban, en el Mapocho, los mismos sauces melancólicos, las mismas piedras mudas, las mismas aguas turbias y parsimoniosas. Otros chicos –abandonados y golpeados desde que nacieron– empezaban mi trayectoria anterior. Se escuchaban las mismas protestas y blasfemias que oí en mi infancia. Como Dioses arrodillados y vencidos algunos magníficos mendigos –espectros humanos, descabezados, con sus brazos y pupilas suplicantes– paladeaban en silencio sabrosos restos de tachos basureros. Varias figuras grotescas, ensombrecidas por el vino y la lujuria e iluminadas terroríficamente por los rayos de una luna mordaz, vagaban y vagaban, hollando con sus pies desnudos las losas del río. Apretaban sus dientes y aullaban como queriendo notificar al mundo de sus vidas insignificantes y miserables. Tres o cuatro perros tristes gruñían iracundos y miraban desafiantes hacia el puente. El Mapocho traía voces antiguas, las mismas que oí de niño cuando miraba su lejanía hecha de mar y de leyenda. Traían los mismos llantos en sordina, llenos de ira y estupefacción que escuché en mi infancia”.

Permítanme ahora incorporar en esta presentación un homenaje al gran escritor José Miguel Varas, cuando se cumple un mes de su muerte, ocurrida el 23 de septiembre. Recordemos que la última visita de José Miguel al ICEI fue el 26 de noviembre de 2010, precisamente en este auditorio, para dialogar con ustedes, en el marco del Taller de Redacción Periodística, cuando leyeron esa excelente novela llamada "El correo de Bagdad".

En 1969 Varas publicó “Lugares comunes”, una recopilación de relatos. El cuento “Tía”, que se abre con una descripción de los tranvías que circulaban por la calle Huérfanos, fue escrito en Praga en 1961, lo cual ratifica que la nostalgia se cultiva desde lejos. Leamos este texto que es un retrato físico, humano y social del Santiago de los años 40: “Por la calle Huérfanos abajo corrían entonces los últimos tranvías con asientos longitudinales. Las dos largas bancas de palo, pintadas de gris cuartelero, se extendían de espaldas a las ventanillas y en medio quedaba un ancho espacio. Unos postes delgados sostenían el techo y los pasajeros avanzaban tambaleantes en procura de ellos, con las manos extendidas, como ciegos, mientras el tranvía avanzaba también, con inexplicables sacudimientos laterales, elevándose y bajando sobre mar brava. De espalda a las ventanillas, sentados en dos bancos cara a cara, los pasajeros (menos que ahora) se escrutaban con minuciosidad. Cuando se aburrían, por fin, de los rostros de enfrente, podían mirar, por entre los velos y las estructuras negras, duras, brillantes y rugosas, como caparazones de insectos, de los sombreros de señora, entre los marcos de las ventanillas que a compás del ritmo del tranvía perdían su forma rectangular para hacerse romboidales y volver luego a la forma original, entre los sombreros de los caballeros, todavía algún colero, hongos, oscuros fieltros rígidos de copa alta y ala angosta o, en primavera, «hallullas» amarillas, chasqueantes y de apariencia comestible, cinta negra y borde aserrado (era, en general, una época de sombrero), podían mirar, digo, el paisaje. Resbalaba a tirones como en la linterna mágica: casas de ladrillo de un piso a las que se intentara ennoblecer con cornisas de yeso, mármoles, rejas de hierro en los balcones (cornisas que hoy caen a pedazos, mármoles ausentes, rejas amarillas de orín); caserones de adobes con muros cariados (ya entonces), agobiados bajo el peso de tejados colosales en cuyos lomos crecía pasto; luego una iglesia, un taller negro y metalúrgico a cuya puerta se amontonaban fierros, calderas rojas, ruedas quebradas; postigos cerrados de varios conocidos prostíbulos y los eternos acacios, más raquíticos y esmirriados a medida que el tranvía penetraba en el mediopelo y se alejaba de las casas «bien» donde los mayores contribuyentes lograban todavía atención municipal para sus calles”.

Posiblemente por una cuestión generacional, los textos que seleccioné de Alfredo Gómez Morel y José Miguel Varas nos proyectan más bien al pasado, mientras el libro que estamos presentando es saludablemente una mirada al presente y al futuro. Diría, más aún, que es un libro doblemente futurista. En primer lugar por los desenlaces dentro de medio siglo que ustedes imaginaron y escribieron para los lugares "declarados arbitrariamente en peligro de extinción", como dice Nicolás Rojas en el prólogo. Y en segundo lugar, porque es un libro digital. Para felicidad de los bosques (también en peligro de extinción) esta no es una obra impresa en papel, sino en soporte virtual. Los libros digitales son la expresión del mañana, lo cual no deja de incomodar, hay que admitirlo, a los viejos que nos alimentamos culturalmente con el olor a tinta de las páginas de los volúmenes impresos.

Para ir terminando, considero que no resulta forzado establecer una analogía entre este trabajo de nuestros estudiantes, los "mechones" del 2010, y el rescate de los espacios públicos del libro con el movimiento social por la educación que caracteriza con un sello histórico a este año 2011.

En las masivas movilizaciones las calles, los monumentos, las plazas y los parques vuelven a ser nuestros, pese al gobierno, la intendencia, los zorrillos y los guanacos. Sin duda, y por obra y gracia de los arbitrarios recorridos impuestos a las marchas, muchos estudiantes han visto por primera vez los monumentos a Pedro Aguirre Cerda, al final de la avenida Bulnes, y Luis Emilio Recabarren, en el Parque Almagro. Tal vez una gran cantidad de los miles de participantes en la marcha de los paraguas del 18 de agosto, no conocían el costado de la Estación Central por la calle Exposición. Si la masiva columna no hubiera doblado por Blanco Encalada se habría encontrado más allá con las ruinas de la Vega Poniente, creada oficialmente en 1926, uno de los grandes mercados de abasto de la capital hace algunas décadas. Todavía un poco más hacia el poniente la multitud habría confluido en el deteriorado Estadio San Eugenio, inaugurado en 1941, donde el club Ferrobadminton (otro extinguido) hacía de local en la serie A del fútbol profesional. El Estadio San Eugenio ha ido desapareciendo en una suerte de lenta agonía, al mismo ritmo con que intereses empresariales han terminado con la otrora gran red estatal de ferrocarriles que unía a los chilenos.

A propósito de la lucha por la educación pública, de calidad y gratuita que ustedes protagonizan, Cristián Cabalín calificó acertadamente en una columna en El Mostrador a la actual juventud como la generación sin miedo. Sin miedo para combatir al lucro y a los poderes políticos y económicos, sin miedo para recuperar los espacios ciudadanos, sin miedo al esgrimir la pluma y defender singularmente a su ciudad mediante este libro virtual.

Por eso, ustedes –los mechones del Taller de Redacción Periodística del 2010– son los grandes protagonistas de este lanzamiento junto a Nicolás Rojas, autor, impulsor y editor de esta iniciativa. Cuando uno es profesor está obligado casi permanentemente a tomar decisiones. Algunas rutinarias, otras ingratas por el riesgo de desaciertos, para dirimir por ejemplo las décimas en las notas. Pero de una cosa estoy seguro: uno de mis mayores aciertos fue haber designado a Nicolás Rojas como mi ayudante a partir del año 2009.